Por Sheila Martínez
En 1979, con apenas 18 años, Strickland fue condenado a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional durante 50 años, acusado de participar en un crimen que él siempre negó. Su condena se sostuvo casi exclusivamente en el testimonio de un testigo, quien posteriormente se retractó y admitió que había sido presionada para identificarlo. Pese a que nunca existieron pruebas físicas que lo vincularan a la escena, el sistema judicial lo sentenció de por vida.
Durante más de cuatro décadas, Strickland no cesó en su lucha por demostrar su inocencia. Organizaciones de defensa, periodistas y hasta fiscales reconocieron con el tiempo que se trataba de una condena errónea. Sin embargo, los intentos legales para su liberación fueron rechazados en repetidas ocasiones, dejando en evidencia las enormes dificultades de revertir una condena injusta una vez emitida.
Fue necesario esperar hasta 2021, cuando un juez finalmente dictaminó su exoneración plena, reconociendo que había pasado 43 años de su vida tras las rejas de manera indebida. Con 62 años, Strickland salió en libertad, enfrentándose a un mundo radicalmente distinto al que conoció en su adolescencia: nunca había usado un teléfono inteligente, ni internet, y había perdido casi toda su vida adulta en prisión.
Lo más alarmante es que, debido a la ley vigente en Missouri en aquel momento, Strickland no recibió compensación alguna del Estado, a pesar de haber sido privado de su libertad durante más de cuatro décadas por un crimen que nunca cometió. Este hecho ha despertado fuertes críticas y ha impulsado debates sobre la necesidad urgente de reformas en las leyes de indemnización y en los procesos judiciales que revisan condenas injustas.
Hoy, el nombre de Kevin Strickland simboliza no solo la lucha de un hombre por su libertad, sino también un llamado de atención a un sistema que debe transformarse para garantizar justicia, reparación y dignidad a quienes han sido víctimas de errores judiciales.