Por Genara Sánchez
La oscuridad volvió a caer sobre Las Flores, en Yamasá, pero esta vez no por las nubes de un mal tiempo, sino por la incapacidad de EDEESTE para garantizar un servicio que debería ser básico, estable y digno. Más de 80 familias pasaron un fin de semana completo sin electricidad, soportando calor, inseguridad y la impotencia de saber que, aun reportando la avería una y otra vez, la empresa simplemente no respondió.
No se trata solo de un apagón prolongado. Es la muestra más reciente de un patrón que los residentes ya conocen demasiado bien: largas horas sin luz, poca transparencia en las respuestas y una burocracia que parece diseñada para evitar soluciones en lugar de ofrecerlas.
Mientras tanto, la vida cotidiana se paraliza, los electrodomésticos se dañan, la comida se pierde, los negocios locales dejan de operar y los estudiantes, que dependen de la electricidad para revisar tareas o cargar dispositivos, ven interrumpido su derecho básico a un desarrollo pleno.
La comunidad completa se pasó dos días en tinieblas
Lo que ocurrió en Las Flores es un reflejo de la desigualdad territorial: mientras en las ciudades las quejas generan reacción inmediata, en los pueblos pequeños y sectores de tranquilidad, la respuesta es tardía e insuficiente.
EDEESTE debe comprender que no administra cables ni postes: administra bienestar. Cada tramo sin luz es una familia angustiada, un colmado que pierde ingresos, un envejeciente que no puede usar su abanico, un enfermo que necesita refrigerar un medicamento. La energía no es un lujo, es una garantía de dignidad.
Este fin de semana oscuro debería servir como advertencia. Los residentes en Las Flores no piden privilegios: exigen respeto. Piden que EDEESTE asuma responsabilidades y, sobre todo, que nunca más 80 familias tengan que pasar más de 40 horas esperando lo que ya han pagado: un servicio continuo y eficiente.
